Por Celeste Segovia*
La condena contra Cristina Fernández de Kirchner en la causa “Vialidad” no es producto de un debido proceso penal. Es el resultado de una estrategia jurídica construida con el objetivo político de disciplinar al peronismo, proscribir a su principal figura y redefinir el mapa institucional argentino sin necesidad de pasar por las urnas. Estamos ante un fallo sin delito probado, sin dolo acreditado y sin imparcialidad judicial. Y eso no es justicia: es regresión democrática.
Desde lo jurídico, la sentencia se aparta de los principios fundamentales del Derecho Penal liberal. El tipo penal aplicado —administración fraudulenta agravada— exige dolo directo, no basta con el cargo ni con la cercanía política. No hay firma, no hay instrucción, no hay orden, no hay prueba. Se condena a Cristina por el solo hecho de haber sido presidenta, por haber ganado elecciones, por haber sostenido un proyecto político enfrentado a los intereses de poder concentrado. Es una condena por autoría institucional, no por conducta individual.
Desde lo procesal, el juicio estuvo signado por violaciones sistemáticas al debido proceso, jueces que jugaron partidos de fútbol con los fiscales en la quinta del expresidente Macri, pruebas irrelevantes utilizadas como verdad revelada, descartes arbitrarios de pericias oficiales y una cobertura mediática alineada con la acusación. No hubo equilibrio ni garantías: hubo un relato judicial prearmado, ejecutado con lógica de guion.
Pero lo más grave es lo político. La inhabilitación perpetua impuesta sobre Cristina Kirchner configura una forma moderna de proscribir sin proscripción formal, de intervenir el derecho del pueblo a elegir a sus representantes, y de limitar la política por vías judiciales. No es la justicia la que se pronuncia: es el poder, usando a la justicia como intermediaria.
Esto es lawfare en estado puro. Como en Brasil, como en Ecuador, como en Bolivia. Cambian los jueces, cambian los nombres, pero el método es el mismo: destruir la legitimidad del liderazgo popular usando el ropaje del derecho. Y mientras eso ocurre, se naturaliza que los tribunales penales reemplacen a las urnas como reguladores del poder.
Defender a Cristina Fernández de Kirchner hoy no es simplemente un acto de respaldo personal o ideológico. Es asumir la responsabilidad cívica de frenar una deriva autoritaria que disfraza de legalidad lo que es, en el fondo, una revancha política. Porque si aceptamos que una presidenta puede ser condenada sin prueba directa, sin dolo probado, sin proceso imparcial y con jueces que juegan al fútbol con los acusadores, entonces estamos aceptando que el Derecho ya no es garantía, sino amenaza.
La inhabilitación perpetua de Cristina no es una sanción judicial: es una forma de proscripción. Es impedir, mediante fallos judiciales, lo que no se puede lograr en las urnas. Es condicionar el futuro político del país desde un estrado, y no desde el sufragio. Es cambiar democracia por tutela judicial.
Como abogada, como ciudadana, como defensora de la Constitución, no puedo ni voy a naturalizar esta forma de violencia institucional. Porque cuando el sistema judicial se convierte en actor político, se rompe el equilibrio republicano y se desmoronan las bases del Estado de Derecho.
Y si el poder puede borrar con una sentencia la voluntad popular, entonces no estamos ante una República: estamos ante un simulacro de legalidad que encubre un autoritarismo silencioso. Por eso, defender a Cristina hoy es defender algo mucho más grande: es defender el derecho a decidir, la igualdad ante la ley y la idea misma de justicia.
Porque sin justicia imparcial, sin procesos limpios y sin respeto a la soberanía popular, la democracia deja de ser un sistema de gobierno para convertirse en una máscara que esconde la exclusión, la persecución y el miedo. Y no estamos dispuestos a callar frente a eso.
*Abogada y escribana. Profesora universitaria en Ciencias Jurídicas y Tesista en Maestría en Ciencias Penales.