Disculparán quienes lean pero esto persigue a este columnista, puedo decir, desde que siendo muy joven y proyecto de escritor, en el exilio mexicano trabajé entre 8 y 10 años mi novela “Santo Oficio de la Memoria” y, al terminarla, me enteré y no recuerdo cómo, de la feroz matazón de aborígenes de la etnia Qom, por entonces llamados Tobas, en Napalpí y a 200 kilómetros de Resistencia.
No había Wikipedia ni similares entonces, pero sí compañeros exiliados que, no recuerdo cómo ni por qué, en alguna conversación comentaron el horroroso y brutal fusilamiento masivo de una comunidad originaria de mi tierra, el Chaco, el 19 de Julio del año 1924.
Desde entonces imaginé y recordé, dolorosamente, cada uno de los 365 días de cada uno de los ya casi 100 años, cuando esta nota se escribe a conciencia de un dolor que no amaina al evocar esa prolongada escena bestial imaginada a un siglo de distancia. Porque ese asesinato masivo en los bosques de Napalpí fue, sin dudas, una de las acciones más repugnantes del largo y repugnante resentimiento burgués argentino.
Eran entre 400 y 500 personas –varones, mujeres, jóvenes, ancianos y niños– y fueron fusilados mientras procuraban esconderse en los entonces cerrados montes chaqueños. Eran varones y mujeres mayoritariamente de las etnias Qom y Mocoiqt (a quienes los “blancos” llamaban respecivamente tobas y mocovíes) que informados de las resistencias obreras en los quebrachales de la llamada “Cuña boscosa” del norte santafesino planeaban marchar en solidaria y pacífica protesta hacia los ingenios azucareros de Las Palmas, en el Chaco, donde otros criollos y aborígenes reclamaban igual en las provincias de Santa Fe, Salta, Tucumán, Jujuy.
Había intereses económicos de por medio, obviamente: el entonces Territorio Nacional del Chaco era una tierra de inmensurables riquezas por sus maderas infinitas y porque sus plantíos algodoneros habían constituido al territorio en el primer productor de algodón de la Argentina, como ya era sabido en todo el país. Pero no era tierra de promisión porque la explotación humana, el sometimiento y las condiciones laborales que a que se sometía a los pueblos originarios eran de lisa y llana esclavitud.
En Napalpí, a 120 kilómetros de Resistencia por caminos difíciles y peligrosos, los aborígenes eran obligados a trabajar en condiciones repugnantes, ominosas, abusivas. Tanto que en esos días las comunidades Qom y Mocoiqt se declararon en huelga, hartos de inútiles reclamos y denuncias por malos tratos y sobreexplotación.
Quizás por su propio racismo, o estimulado por la ambición y prepotencia del grupo de latifundistas que lo rodeaban, el gobernador Fernando Centeno, que además era productor algodonero y dirigente político del Partido Radical, y a quien había nombrado el Presidente Marcelo T. de Alvear, no tuvo mejor idea que prohibir allí mismo que los aborígenes abandonaran el Chaco y ante sus reclamos ordenó la represión. Que fue feroz, brutal, inesperada y excesiva, una balacera implacable que llovió también sobre decenas de mujeres y niños y sus mayores, todos huyendo desarmados e introduciéndose en la selva para sobrevivir,
Desde hacía entre 30 y 40 años se habían lanzado campañas militares para someter a pueblos originarios en todo el país, y en particular la Patagonia. Y el Ejército Argentino había sido utilizado sistemáticamente y por sucesivos gobernantes, para aniquilar a esos pueblos indígenas hasta la desintegración social y cultural de todas las etnias que habitaban desde tiempos inmemoriales los territorios de Salta, Formosa y Chaco, por lo menos.
La represión ese día en Napalpí no acabó hasta el último cadáver y el último sobrevuelo del debut bélico de un avión que había donado el Ejército Argentino al flamante Aeroclub Chaco y alguien había artillado para disparar a mansalva.
Nunca pude sobreponerme a ese horror. Nunca acepté viajar al sitio donde nuevas generaciones de argentinos de la etnia Qom rindieron sistemáticos homenajes anuales a sus muertos, generación tras generación. Nunca pude escribir sobre este horror que sin embargo, y afortunadamente, sí escribieron colegas, compañeros y amigos y en particular Francisco “Tete” Romero, escritor y docente, que para mí es una autoridad en el sinceramiento de los horrores del racismo local.
Hoy redacto este desagravio a esa memoria y, a la vez, siento como que en estas líneas corrijo mi adolorida historia personal. Quizás, descubro, porque chaqueños los dos, Juan Chico pudo ser mi hijo: era del 77 y yo de mucho antes. Profesor de Historia egresado de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional del Nordeste (UNNE) y autor del libro “Los Qom del Chaco en Malvinas”, nos vimos varias veces pero no puedo decir que fuimos amigos, aunque él sí era amigo de algunos de mis más queridos, y en varias ocasiones coincidimos en actos culturales y también en alguno político aunque yo los evito. Pero bueno, él iba a lugares donde yo no iba y yo acá no voy a ningún lado.
Albino Juan Oscar Chico se llamaba y fue también escritor, poeta, historiador, director y productor de documentales, docente universitario y referente fundamental del pueblo Qom. Un intelectual de los buenos, serio, respetado y querido y que fundó en 2015 la Fundación Napalpí, de la que fue presidente hasta que lo mató el maldito Covid, en Resistencia y 2021.
No puedo no cerrar esta nota consignando la horrorosa coincidencia de que en estas mismas horas parece develarse otro horror argentino: en la hora que redacto estas líneas me dicen que en la tele se está destapando la trata de personas que destapó la tragedia de ese niño hermoso que es –no me atrevo a escribir fue, todavía– Loan. Pero sí deduzco que, como dos y dos son cuatro, en este país en el que hubo bombardeos aéreos sobre plazas y niños, y hubo Videlas y Bussis, y Masseras y Menéndez, es bien difícil lo más deseado: que este chiquito aparezca y con vida y no se lo traguen los monstruos de “la trata”. Lo que es improbable ahora que gobierna un loco desatado al que encumbró la mayoría del mismo pueblo argentino y quien alguna vez dijo acordar con la venta de personas, órganos o algo así.
Y por favor, disculparán quienes lean esta nota, pero esta columna siente que vivimos demasiada pesadilla organizada por grupos con guita y con poder, y que encima –es lo peor– hablan y se mofan de sus bestialidades. Así está el país que amamos a pesar de todo.