Por Mempo Giardinelli
El Paraná forma parte del excepcional sistema hídrico de América del Sur, constituido por los más grandes ríos: Amazonas, Iguazú y Paraguay en Brasil; el Orinoco en Venezuela y Colombia, y en Argentina el Alto Paraná, el Pilcomayo, el Bermejo, el Plata y el Uruguay, casi todos navegables.
Y sistema que es parte fundamental de una de las cinco maravillas fluviales más extensas del planeta, junto con los grandes ríos de Rusia (el Volga y el Lena), de Alemania (el Danubio, el Elba y el Rin); de los Estados Unidos (el Missouri y el Mississippi); y de China (el Yangtsé, el Mekong y el Amarillo).
Aunque desde hace décadas se confunde a millones de argentinos llamándolo “hidrovía”, el Paraná se llama Paraná porque “hidrovía” es una palabra que no existe, ni figura como vocablo de la lengua castellana.
Y sin embargo sobre todo ese extraordinario sistema hídrico se han instalado en el último medio siglo las más diversas mentiras, seguramente originadas en intereses políticos y empresariales que, entre otras cosas, le cambiaron el nombre para engañar a los pueblos ribereños, que secular y orgullosamente amaron siempre esas aguas y las llamaron por su nombre originario.
Es hora entonces de que al agobiado y abusado pueblo argentino no se le mienta más, por lo menos en esta materia. Que ya suficientemente padecemos no sólo el abuso semántico que es esa falsa denominación, sino también las durísimas consecuencias políticas, económicas y ambientales.
Porque hoy en la Argentina –salvo las muchas poblaciones ribereñas que se nutren, benefician y disfrutan de las aguas del Paraná en ambas orillas– muy poca gente valora esta maravilla natural abusada por poderosísimas corporaciones extranjeras, a la vez que estúpidamente descuidada por el poder político y económico argentino.
Y es que más allá de su serena belleza y extraordinaria provisión alimenticia, el “Padre Río” –como lo llamaban los pueblos originarios– alimenta a millones de habitantes ribereños en los 4.480 kilometros de su recorrido total, de los cuales los 1.240 finales, hasta su desembocadura en el Río de la Plata, transcurren en territorio argentino, que es donde su profundidad es mayor y su navegabilidad insuperable, razón por la cual en sus orillas hay más de 40 grandes puertos exportadores y prácticamente todos extranjeros.
En ese recorrido, de fundamental importancia económica y social en ambas orillas pero sobre todo en la costa santafesina, el Paraná es un río importantísimo porque permite la salida de todo tipo de productos agrícolas e industriales al Océano Atlántico y une ciudades interiores de la Argentina. Para ello el dragado, mantenimiento y cobro de peajes está a cargo de la Administración General de Puertos (AGP) y otros organismos del Estado Nacional.
La variedad, calidad y cantidad de peces que provee el Paraná es asombrosa y asegura la alimentación a decenas de poblaciones en ambas orillas, siendo a la vez invalorable como extraordinaria fuente de energía: y ahí está la represa de Yaciretá, proveedora de electricidad para muchos millones de compatriotas.
Por todo eso es cuestionable el tráfico de enormes buques oceánicos, de portes gigantescos, que requieren el neurótico dragado de los principales canales de acceso al y desde el Río de la Plata: el Canal Punta Indio, el Emilio Mitre, el Paraná Guazú y el de Las Palmas, por lo menos.
También por eso es lamentable la necia designación “Hidrovía Paraná-Paraguay”, inventada por vaya a saberse quién o quiénes que impusieron tan cipaya concepción que niega, oculta y confunde a millones de argentin@s.
El nombre originario del río ha sido distorsionado y no inocentemente: “Paraná” en lengua guaraní significa “Padre del Mar”, y así lo llamaron los pueblos originarios durante siglos. Pero también esa denominación ha sido degradada, al menos en casi todas las redes de internet, a “Pariente del Mar”. Que no es lo mismo.
Y para colmo es un hecho que en las últimas décadas este río excepcional se internacionalizó (para decirlo suave) subrepticiamente. De hecho hoy el pueblo argentino poco o nada sabe –porque no se le ha informado– del supuesto acuerdo con los Estados Unidos respecto de la gestión y control de este río. Desinformación y manejo subrepticio que, como se sabe, son viejas estrategias imperiales.
Recientemente la Asociación Argentina de Abogados/as Ambientalistas, y el Colectivo de Acción por la Justicia Ecosocial, expresaron su preocupación ante la noticia de las “actividades conjuntas” entre la AGP y el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos. Y bien hicieron, porque poco y nada se ha informado sobre tan estúpida decisión. Calificativo que es pertinente porque aparte de la infame cesión de soberanía no se hicieron públicos los contenidos, ni se ha sabido de funcionario alguno que por lo menos lo evidenciara.
Esta columna fue de las primeras en hacer público que el US Army Corps of Engineers no es una institución par del sistema democrático argentino, tanto así que el anuncio del gobierno fue tan torpe que ni siquiera informaron al Ministerio de Defensa ni a la Armada Nacional ni a la Prefectura Naval Argentina. Lo que es elemental en cuestiones de Soberanía en aguas jurisdiccionales.
Pero la cosa es más grave, y necia, si se recuerda que esta columna ya explicó hace tiempo cómo funciona el sistema de cuidado fluvial norteamericano. Que es excelente y ejemplar en beneficio propio, pero que precisamente no es lo que se aplicará en nuestro río.
Porque en los Estados Unidos los ríos son propiedad del Estado y de soberanía absoluta. Y el cuidado y control de las costas está a cargo del Cuerpo de Ingenieros del Ejército estadounidense, mientras el buen uso y cuidado de las aguas es responsabilidad de la Marina. Y en algunos casos, para permitir la navegación de cargueros en aguas interiores hasta exigen que esos buques hayan sido construídos en astilleros norteamericanos.
Por eso, y sin dudas, esta nota molestará a más de un cipayo local, pero ya era hora de explicarle al Pueblo Argentino cómo es el engaño sutil que se practica desde hace por lo menos 200 años. Igual que ese otro robo de hace pocas semanas y que esta columna denunció: el del Canal Magdalena, que debería ser símbolo de la soberanía fluvial y marítima argentina, pero que el presidente Milei cedió en forma gratuita, ilegal, cipaya y sobre todo estúpida al presidente uruguayo.
Mucho dinero y propaganda se continuará aplicando, todavía, para hablar de una “hidrovía” que no existe. Y mientras tanto nuestro río seguirá lastimado y no serán los milicos gringos quienes lo sanen. Deberá ser la política argentina cuando salga de su actual repudiable atontamiento y silencio. Entonces sí se podrá recuperar para 50 millones de compatriotas el hermoso y digno concepto “Soberanía”.
Y además de todo es ofensivo e intolerable que se insista en cambiar – negar – la identidad del río en el que José de San Martín venció en San Lorenzo, y Manuel Belgrano creó la bandera celeste y blanca.
Publicado en Página 12